(Foto: Alfonso de Béjar)
Texto escrito para Gitarre und Laute en 2001, originalmente en inglés. Lo que sigue es una traducción de ese original al español, hecha por Alfredo Escande y revisada por mí. Gracias, Alfredo!
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Carlevaro está tocando sus “Preludios Americanos” en televisión. Yo tengo alrededor de diez años de edad, y nunca he visto nada ni remotamente parecido a esto, aunque mi padre me ha llevado a varios conciertos de guitarra, incluso de Segovia. No puedo creer lo que veo y escucho. No hay ninguna sensación de esfuerzo: la música sólo fluye. No solamente no hay indicio de que el intérprete esté preocupado por algo, sino que los dedos parecen tener sus propios ojos, haciendo su trabajo sin fallas y con exactitud: guitarra y ejecutante están integrados sin que se note, como alguna criatura mitológica, mitad hombre y mitad guitarra. A veces, el fluir es tan natural que parece que fuera la propia guitarra quien está tocando y que el ejecutante está nada más que observando el proceso (¿o está allí realmente?). Pero la música que surge es increíblemente colorida y el rango dinámico va más allá de lo que yo podría imaginar. Yo he comenzado a estudiar la guitarra, y a esta edad no tengo idea de que me voy a convertir alguna vez en guitarrista profesional, pero sé inmediatamente que esto es algo único. Mucho más tarde, voy a descubrir que esto es lo que la gente normalmente llama “maestría”.
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Mi primera lección con Abel, primer día de Carnaval, 1972 – la ciudad está vacía. Llego a su apartamento, y me pide que me siente y toque. Hago lo mejor que puedo, con un movimiento de la segunda Sonata de Santórsola. Carlevaro incluso me ha prestado su Hauser, que en comparación con lo que estaba tocando, se siente como manejar un Fórmula 1 después de haber estado años encadenado a un tractor. La sensación es tan placentera que me olvido de ponerme nervioso. Cuando termino, miro a Abel. Su cara tiene una expresión que llegaré a conocer muy bien, una mezcla de sonrisa, preocupación y compasión. Dice “Bueeeeno... ¿alguna vez has pensado en cómo sentarte?” Lo miro con incredulidad. Después de todo, ¿quién necesita pensar para sentarse? Abel dice, “Bueno, no te preocupes”. Yo tengo varias preguntas acerca de un pasaje difícil, y la respuesta es otra vez “Bueeeno...” seguida de “puede ser que tengamos que trabajar un poco en tu mano izquierda. Pero no te preocupes. Tenés muchas condiciones”. A pesar de la inequívoca amabilidad de la voz un tanto nasal, es claro que ahí hay algo seriamente preocupante. Puedo casi ver, detrás de sus ojos, avanzar el proceso de diagnóstico – después de todo, su padre fue un médico famoso, recuerdo. Él piensa un poco más, y dice “Bueeeno... y tu mano derecha, es muy buena, muy flexible, pero hay algunas cosas que tenemos que cambiar ahí también: no está trabajando realmente bien”. No me lleva mucho tiempo deducir que, entonces, ¡TODO está mal! Me encojo hasta el tamaño de una bacteria, justo cuando escucho “¡Pero no te preocupes! Tenés muchas condiciones”. He encontrado, por fin, un maestro.
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Unas pocas semanas después de aquella primera clase, todo el proceso de cambiar mi técnica comienza. Comienzo a sentirme más y más desorientado. Yo pensaba que podía tocar la guitarra más o menos bien, pero me voy dando cuenta, semana tras semana, de qué poco es lo que sé. Santórsola, con quien estoy estudiando también (y que no es guitarrista), está preocupado porque no puedo tocar ni siquiera las obras que solía tocar. Me he convertido en un total principiante. Pero, de algún modo, me siento a salvo. Una de las cosas que me intriga, sin embargo, es cómo cada vez que Abel toma la guitarra para mostrar algo, el instrumento parece sonar tanto más fuerte. Finalmente, un día junto suficiente valor para preguntarle directamente sobre eso – estamos trabajando en el Estudio Nº 4 de Villa-Lobos, por pura terapia, porque necesito hacer que los acordes repetidos funcionen. Él dice: “Bueeeno, es cuestión de cómo usas tu brazo, y tenés que escuchar el resultado. ¡La mano derecha empieza acá!” (y se golpea en el hombro). No lo consigo inmediatamente, pero después de algunos intentos empiezo a sentir mi brazo derecho como nunca antes; obtengo allí una sensación de control que no había tenido antes, y los acordes empiezan a sonar increíblemente fuerte – al mismo tiempo la cara de Abel se ilumina. Puedo ver que está realmente feliz con eso. Trabajamos la hora completa en ese estudio, en realidad una y otra vez sobre unos pocos compases del comienzo, hasta que gradualmente consigo algo de control sobre esa acción. Vuelvo a casa asombrado y eufórico. Y, como dice Abel, “todo consiste en escuchar”. En realidad, yo nunca antes había pensado de ese modo en escuchar. Por supuesto que podía distinguir entre fuerte y suave, pero hay tantas variantes, tantas acciones; estoy impaciente por probar todo eso en casa.
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Una de las primeras cosas que hacemos es trabajar con los Cuadernos de Abel. Antes de terminar con las escalas Abel me pone a trabajar sobre mi mano derecha. Durante una semana entera trabajo sin pausa, diez horas por día, en los ejercicios del Cuaderno Nº 2, al punto de que tengo pesadillas con acordes de séptima disminuída. Funciona: nunca antes había tenido tanta soltura. Trato de recordar cómo era antes, y es como si una puerta se hubiera cerrado tras de mí: simplemente no puedo hacerlo. Abel me explica: “Cuando aprendés algo nuevo, pasa a formar parte de tu bagaje de reflejos, así que no podés volver atrás. ¡Es por eso que tenés que ser cuidadoso con lo que aprendés! Es más difícil cambiar un mal hábito que aprender uno nuevo”. Después seguimos con el Cuaderno Nº 3. Abel no es un fanático de su método, y a veces me hace saltear ejercicios, cuando siente que no es necesario tocarlos todos. Igualmente, yo hago la mayoría de ellos. Explica todo a fondo, cada elemento técnico, cada movimiento. Con él, la técnica de la guitarra se convierte en una absorbente disciplina intelectual, y tiene todo resuelto. Su creatividad pedagógica parece ilimitada: inventa ejercicios en el momento para ilustrar un punto determinado, y hasta inventa ejercicios sobre los ejercicios. Además de los elementos técnicos, la mayoría de los ejercicios tienen también su aspecto musical. A primera vista, Abel no da la impresión de ser una persona juguetona, pero la luz en sus ojos cuando improvisa un mini-estudio sobre algún elemento técnico es inconfundible. Tengo la impresión de que él podría escribir muchos cientos de esos estudios si quisiera.
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En julio de 1972, voy al Seminario Internacional de guitarra en Porto Alegre, Brasil, donde Abel va a enseñar y tocar. Es un gran evento: profesores y estudiantes de Argentina, Brasil y Uruguay, conferencias, conciertos, concursos, clases. La clase de Abel es fascinante; no sólo por su profundo conocimiento de la técnica y su habilidad para diagnosticar y solucionar al instante cualquier problema, sino también por sus enfoques musicales. Una tarde, un estudiante toca el Minueto de la 2ª sonata de Sor. En el Trío, Abel señala que eso es literalmente un trío, como los que podemos encontrar en las sinfonías de Haydn: “¡Imaginen dos cornos en el bajo, y un oboe tocando la voz superior! Y los cornos están tocando la parte principal”. Él demuestra eso, y todos podemos realmente escuchar los diferentes colores. Por supuesto que no se detiene ahí: después de una detallada explicación de cómo se puede obtener esos colores, el estudiante finalmente logra su orquestación. Todos encantados.
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De vuelta en Montevideo, Abel me muestra una de sus nuevas obras. Sucede porque el manuscrito estaba abierto sobre su atril (un artefacto grande, pesado y ornamentado, en madera oscura, que él siempre usaba para demostrar cómo la fijación es una actitud natural de la muñeca cuando uno va a levantar algo de peso). Es el Estudio Nº 2, de la serie que escribió en homenaje a Villa-Lobos. Lo pruebo inmediatamente, y como usa muchos de los elementos que hemos estado trabajando en los últimos meses, puedo darle un cierto sentido bastante rápidamente. Abel me señala el ritmo de milonga, y corrige con humor mi tendencia a tocarlo demasiado rápido: “Esta milonga es del campo. La gente del campo no tiene apuro”. También recuerda cómo llegó a la idea de usar el pulgar con fijación: “Todo vino de ver tocar a los paisanos, que tenían un volumen increíble, y muy buen sonido. Yo los miraba y los miraba hasta que comprendí cómo funcionaba eso”. Abel no es un snob, y siempre está abierto a nuevas ideas. Cuando llegamos a la sección central, se esfuerza por hacerme conseguir el rubato correcto. Como él la toca, la sección tiene un carácter declamato muy expresivo, y me llama la atención la fineza de su sentido del tiempo, de cuánto hacer esperar algo. “¡Cuando hay un salto melódico como éste, no lo pases como un turista! Necesitás tiempo en la primera nota, para que el salto se pueda saborear”. También su uso del vibrato es muy inusual y sobrio: no lo utiliza para dar vida al sonido en general, sino para hacer sobresalir las notas estructuralmente importantes. Las frases adquieren profundidad y riqueza de estructura. Finalmente alcanzo más o menos lo que él quiere, y para mi total asombro, me dedica el estudio y me da el manuscrito. Me quedo sin palabras, para cambiar.
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Después que terminamos con el trabajo técnico, Abel quiere que pruebe algunos de los estudios de Sor, para acostumbrarme a aplicar los elementos que he aprendido. Primero tomamos el Estudio Op. 35 Nº 13 en Do mayor. Este estudio parece tan fácil que secretamente dudo que haya algo para aplicar - ¿qué problemas hay ahí para solucionar? Pero, por supuesto, estoy muy equivocado. Lo primero que Abel señala es que realmente hay tres partes en la pieza: la melodía, el bajo y una especie de continuo entre ambos. Él quiere que yo diferencie las tres partes usando dinámica. Encuentro que puedo tocar cada una de las partes al nivel requerido sin problemas, pero tocarlas simultáneamente requiere un esfuerzo. Abel dice, sin saber que eso es exactamente lo que siempre quise hacer desde que tomé una guitarra: “Es como si fueras el director: tenés que controlar el equilibrio de los diferentes instrumentos. Si el bajo va más fuerte, no quiere decir que tengas que tocar también más fuerte la voz central”. Tomó esta idea, me dijo, de una masterclass de Gieseking a la que asistió en Paris. Gieseking les mostraba a los estudiantes cómo resaltar una nota en un acorde. Abel quiere que yo haga lo mismo, y yo trato. Y tiene razón, es como dirigir – si pierdo concentración, los dedos vuelven a tocar por sí mismos, pero si mantengo en la mente el resultado que quiero, parece que simplemente sucede. Yo nunca había imaginado que habría tanta música en ese pequeño estudio. Estoy empezando a sospechar, después de mi primer año con Abel, que él puede encontrar música en cualquier cosa.
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Abel decide que ya es tiempo de que yo aprenda un concierto, y sugiere el Nº 1 de Castelnuovo-Tedesco. Yo conozco la grabación de Segovia, donde hay muchas diferencias con la partitura impresa, muchas de las cuales Abel aprueba ,y traigo a colación el tema de los cambios: ¿cuándo es permisible cambiar lo que el compositor ha escrito? Abel dice: “Castelnuovo-Tedesco no conocía para nada la guitarra, y contaba con Segovia para que le revisara. Escribió esto como para un teclado. No le hacemos ningún favor si tocamos literalmente lo que él escribió. Todos esos acordes en posiciones cerradas son naturales en el piano, pero son incómodos en la guitarra, y – lo más importante, ¡no suenan bien! No es suficiente escribir ff para hacerlos funcionar...” Pruebo sus sugerencias, y por mucho que haya resistido algunos de los cambios que él quería introducir en otras obras (de Sor, por ejemplo), en este caso funcionan, sin lugar a dudas. La concepción de Abel es tan detallada que parecería que no hay una nota en la que no haya pensado por semanas: él sabe exactamente lo que quiere y cómo lograrlo. Yo estoy empezando a aprender de él lo que significa interpretar una obra, en oposición a meramente tocar sus notas. Cuando él demuestra un pasaje (y lo hace muy a menudo) cada una de las notas suena siempre con el exacto colar y la dinámica que quiere darle. “Es como un actor que aprende su papel – hay que aprender no sólo las palabras, sino también los gestos, los movimientos, las emociones. De ese modo, todo está siempre ahí”.
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Cada vez que Abel quiere demostrar algo, siempre empieza diciendo: “Esto no lo he tocado desde hace diez años, no lo tengo en dedos”, antes de tocarlo con su acostumbrada maestría infalible. No lo dice en los conciertos, pero uno tiene la impresión de que le gustaría decirlo. Es verdad que no ha salido de gira por cerca de 20 años, pero toca relativamente a menudo en Montevideo: no cabe ninguna duda de que está en dedos. Entonces, ¿por qué esas aclaraciones? ¿Realmente no ha tocado eso en diez años? Al momento, hemos trabajado sobre docenas de piezas, y simplemente no puede ser posible que no haya tocado ninguna de ellas recientemente. ¿Es vanidad, para cubrirse en caso de cometer un error? Pero nunca los comete. ¿Se habrá olvidado de que conoce esa pieza? Imposible. ¿Piensa que debe ser infalible? Por supuesto que no. ¿Entonces qué? Pienso que es una mezcla de humildad frente a la obra, o puede ser frente al fenómeno total de la música, reverencia ante el misterio de la música, un misterio al que hay que entrar con la cabeza inclinada, y esa frase es equivalente a la inclinación; también podría ser simplemente buena educación, como si admitir que él lo puede tocar perfectamente pudiera sonar demasiado a alarde. Nada más ajeno a Abel que alardear.
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Abel nunca impone sus obras a sus alumnos, pero a mí me gustan demasiado los Preludios Americanos. Eventualmente accede, después de la resistencia protocolar de costumbre, y comenzamos con Campo. Me gusta no sólo la melodía de la obra, sino toda la atmósfera, con tantas reminiscencias del campo uruguayo con sus suaves colinas verdes. Pronto aprendo que no es sólo atmósfera; me sorprendo al enterarme que la sección central está pensada como una zamba – típico de él, usar un ritmo tan conocido, y estilizarlo hasta que suena como Ravel. Pero toda la pieza se ilumina; cada indicación parece haber sido pensada tan cuidadosamente que no hay otra posibilidad. También noto que Abel concibe la dinámica en términos absolutos, escribiendo mf donde otro compositor hubiera escrito ff. Cuando le pregunto sobre esto dice: “Bueeeno, la guitarra tiene un rango limitado, tú sabés. Yo no puedo escribir forte, porque simplemente no va a sonar forte”. Pero del modo como él lo toca, el rango se parece más al de la orquesta en Mahler. Inventa un ejercicio para ayudarme a dominar el arpegio final, y parece divertirse tanto haciéndolo como al escribir la obra, si no más. En Evocación me dice que la sección central se le ocurrió cuando acampaba cerca de la Laguna Merín, en el este uruguayo, escuchando a los pájaros. Abel ama profundamente la naturaleza; probablemente por eso había proyectado estudiar agronomía en su juventud. También ama el folklore (acaba de hacer una grabación de obras folklóricas bajo un seudónimo, Vicente Vallejos). Me cuenta que en Scherzino, la parte central está basada en una canción del folklorista Arturo de Nava, grabada alrededor de 1910.
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Nos lleva cerca de un mes decidir una digitación para el Allegro de J. S. Bach, porque invertimos tanto tiempo buscando las ideas musicales correctas, y a esta altura yo me he vuelto casi tan obsesivo como él. Pero vale la pena: aprendo aún más sobre articulación, apagadores, y sobre todo, cómo las digitaciones sólo pueden ser decididas cuando la idea musical está clara. Es realmente una larga conversación. Abel es extraordinariamente abierto a las ideas y de hecho parece siempre estar empujándome a buscar nuevas formas de encarar un cierto pasaje. A veces terminamos con cinco digitaciones diferentes e incompatibles para el mismo pasaje. Mi partitura está cubierta con números de diferentes colores. A él no le importa: “Cuando toques, todo este trabajo se oirá, todas esas posibilidades que vas a descartar van a estar de todos modos ahí. Por supuesto que podríamos hablar durante años y aún así no acercarnos a hacer todo lo que es posible con esta obra”. Yo tengo la sensación de que hay algo esperándome en esa pieza, acechando, pero no es sino un par de años más tarde cuando eso se va a hacer visible. Me atrevo a preguntarle a Abel por qué eligió un tempo tan lento para su grabación. Sonríe y me dice: “Porque puedo”. Por supuesto, los dos sabemos que se está refiriendo a la famosa respuesta de Segovia a un aficionado, que le preguntó por qué tocaba la Canzonetta de Mendelssohn tan rápido.
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El hermano mayor de Abel, Agustín, es un aficionado fenomenalmente dotado y un increíble ejecutante de tangos. Con él yo pude tutearme a los cinco minutos. Este es mi tercer año de estudio con Abel, probablemente llevamos cientos de horas de conversación sobre todos los temas, y todavía no me atrevo a tutearlo, y probablemente nunca lo haré. Es siempre “Maestro”. No es tanto que Abel mantenga distancia, sino simplemente que está realmente lejos. Ahora ha terminado su sonata Cronomías, y por supuesto yo quiero trabajarla con él, a partir del manuscrito (la escritura de Abel es muy legible). Me encanta el segundo movimiento, y no puedo resistirme a preguntarle si tiene algo que ver con el famoso poema “Nocturno” de Rubén Darío (“el cerrar de una puerta, el resonar de un coche / lejano, un eco vago, un ligero / rüido...”). Él dice: “No, pero la sensación es la misma”. Me explica la escala de tempos del primer movimiento, y la explicación está bien, pero lo soberbio es la demostración. Maneja el rubato con tanta fineza que los cambios de tiempo parecen obvios. La música fluye, onda tras onda. Cuando termina la clase, Abel me dice que ha estado en el Curso Latinoamericano de Música Contemporánea, que tuvo su primera edición en Uruguay el mes pasado. Entre otros, Luigi Nono estuvo allí. Abel está decidido a hacer su prueba en ese estilo, que es nuevo para él. Está entusiasmado como un adolescente cuando relata las ideas y las experiencias que absorbió. Estuvo allí como un profesor, pero dudo que algún estudiante haya aprendido más que él.
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Ahora estamos trabajando sobre obras más exigentes, y yo llevo las Bagatelas de Walton, que acaban de salir. Abel todavía no las conoce. Yo estuve trabajando en un determinado pasaje de la primera, que tiene que ver con distensiones y contracciones. Me llevó cuatro días poder tocarlo correctamente, y lo logré sólo después de descomponerla hasta que la pude practicar como un ejercicio gradual. Abel ha hecho eso ocasionalmente, cuando encaramos algo realmente complicado. Lo llama “técnica aplicada”. Estoy muy orgulloso del trabajo que he hecho, y antes de tocarlo trato de ser más Abel que Abel mismo, explicando lo inteligente que fui para encontrar el modo de resolver este pasaje. Abel me escucha sin una palabra, toma la guitarra, toca el pasaje impecablemente y a tiempo, y dice: “Sí, tenés razón, se puede hacer como decís”. Estoy tan asombrado por su ejecución que casi no registro las palabras aunque por supuesto llegarán después. Parece que nunca voy a dejar de aprender de este hombre.
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Este año (1975) es de grandes cambios. Después de casi 25 años, Abel está otra vez viajando a Europa, a Arles, y aparentemente esto va a ser sólo el comienzo. Estoy muy contento por él, pero no puedo evitar pensar que probablemente no vaya a estar tan disponible en el futuro. Yo me estoy preparando para las finales del concurso de Radio France, pero también quiero trabajar con Abel mi obra favorita, el “Nocturnal” de Britten. En la tercera variación, hay un corto pasaje en el que Britten pide ppp, donde los fragmentos del tema aparecen simultáneamente con sus inversiones. Abel está hipnotizado por este pasaje, lo que no es sorprendente, ya que me doy cuenta de que la atmósfera es muy similar al segundo movimiento de su “Cronomías”. Él toca una y otra vez los cuatro compases, probando diferentes ataques. Después de un rato, el bajo suena casi incorpóreo, como un retumbar distante, y la parte superior se convierte en un diálogo de las sirenas de dos barcos distantes, en la noche. Él dice: “Sí, así es como tendría que ser ... probá estos ataques”. Yo lo logro después de muchos más intentos, pero ¿cómo es posible conseguir ese efecto cuando uno toca la obra completa en un concierto? “Escuchá, escuchá atentamente cuando tocás” dice Abel. “Y no te preocupes, no se te va a escapar”.
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Abel me tiene practicando rasgueados continuos para el trémolo inicial del Homenaje a Bela Bartok de Jana Obrovska, que debo preparar para las finales del concurso de Radio France. Es una obra compleja, no hay mucho tiempo, y trabajamos ferozmente. No encuentro cómo hacerlo; Abel prueba de todo, explicando el movimiento, pidiéndome que lo haga en el aire, despacio, rápido, cambiando la posición de la mano, con dos dedos, con tres dedos, descomponiendo el movimiento, intentando hacerlo continuo; nada funciona. Él dice: “Sabés, no te preocupes. A veces uno se bloquea. ¡Ya sé qué hacer! Probá con un lápiz”. ¡Funciona como por arte de magia! Hago rasgueados continuos en un lápiz por diez minutos, hasta que me duelen las uñas; después trato en una cuerda, después en dos. ¡Funciona! Abel dice: “Mirá Eduardo, a veces sos demasiado serio. ¡Si algo no funciona seriamente, hacelo jugando!”
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Estamos otra vez en febrero, pero en 1976. Yo estoy por recomenzar con Abel después de algunos meses de pausa. Él ha estado viajando, yo estuve afuera por los concursos, después vino el verano en el hemisferio sur. Abel se ha divorciado y se mudó. Ahora da sus clases en un estudio que alquiló. Subo las escaleras y lo escucho practicar. Tal vez Abel todavía piensa en los rasgueados continuos, o puede ser simple casualidad. ¡Está improvisando con rasgueados continuos! La armonía cambia muy lentamente e irregularmente, el efecto es increíblemente hermoso; a veces acordes completos (¿pero parecen tener más de seis notas?), a veces la textura es más delgada, hasta que queda sonando una sola nota, en ocasiones la más alta, otras veces el bajo, y otras veces (casi imposiblemente) las del medio; entonces aparecen más voces, como un coro; los acordes suenan más fuerte, se desvanecen, cambian como nubes. Yo me quedo ahí, hipnotizado, sin animarme a romper el encanto. Cuando por fin, después de por lo menos diez minutos haciendo eso, él para, toco el timbre. Le pregunto si va a usar eso en alguna obra nueva. Me dice: “No, a veces hago esto para entrar en calor; es un buen ejercicio”. Yo no puedo creer eso, y por supuesto que Abel lee mi mente. “Bueno, no es tan interesante después de todo ... sin contrapunto, sin temas, sólo atmósferas”. Yo estoy sorprendido de que él pueda considerar algo tan hermoso como simples ejercicios para entrar en calor. Pero, no insisto.
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En octubre de 1976 terminé mis lecciones con Abel. Lo vi muchas veces en los siguientes 25 años: en conciertos, en jurados de concursos, socialmente. A pesar de que vivíamos en el mismo sector de Montevideo, los dos viajábamos bastante a menudo y simplemente no era posible encontrarse frecuentemente. Recuerdo una larga charla en el aeropuerto de Schiphol (Amsterdam) una vez que coincidimos en el mismo avión a Europa y esperábamos nuestras respectivas conexiones. Cuando la Intendencia de Montevideo decidió hacer un festival de guitarra en 1996, fui nombrado director artístico del mismo. Mi primer pensamiento fue que Abel abriera el festival; dio un recital perfecto, con sus propias obras. En el segundo festival, en 1998, otra vez Abel tocó en la apertura, tocando su Fantasía con la Filarmónica de Montevideo; otra vez, simplemente perfecto. También presidió el jurado en el Concurso Internacional de Guitarra Abel Carlevaro, después de que casi tuve que pelearme con él para que aceptara que el concurso llevara su nombre. El año pasado [2000], en la tercera edición del Festival de Montevideo, dio un sorprendente recital, uno de los mejores que le escuché tocar. Era imposible aceptar el hecho de que ese hombre tenía más de 80 años (nadie sabía exactamente cuántos más, ya que él no lo divulgaba, y quién se atrevía a preguntar…). Por una vez, le habló al público explicando - ¿qué otra cosa? – que él “no estaba en muy buena forma, porque no había podido estudiar como de costumbre”. Pero esta vez su viejo dicho estaba justificado: su esposa estaba enferma, y en el hospital. Él tocó mejor que nunca. Yo pensé: “esto no es posible, el hombre es inmortal”.
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Estoy en Tokio, son las 8:15 pm del 17 de julio de 2001. Suena el teléfono y cuando lo levanto, una voz desconocida me saluda en español con acento uruguayo. Temo instantáneamente malas noticias. Un locutor radial me está llamando para darme la noticia de que Abel falleció en Berlín. Quieren algún comentario, pero son lo suficientemente indulgentes para llamarme de nuevo en veinte minutos. En esos veinte minutos tuve algún tiempo para revisar todo lo que había aprendido con él, y para darme cuenta, una vez más, cuánto le debo a Abel. También, me sentí triste porque nunca llegué a tutearlo. Simplemente él estaba demasiado lejos de mí. Al final, me convencí de que Abel puede haberse ido, pero no puede morir. Nos dio demasiado, como para morir alguna vez.