Me hubiera gustado escribir sobre otra cosa, cualquier cosa, que no fuera la muerte de Nikolaus Harnoncourt. Me acuerdo todavía de la revelación que fueron sus grabaciones de Bach, los Conciertos Brandenburgueses, las Pasiones, las Cantatas. Tengo sus libros gastados de tanto recorrerlos, y cada vez que los releo aprendo algo nuevo.
Harnoncourt tuvo varios méritos difíciles de igualar. El primero, el de haber tomado en serio el contexto (que es la parte invisible del texto musical) e intentar reproducirlo, en lo posible, y sabiendo muy bien que la idea de “autenticidad”, que tantos idolatran simplemente porque se la han vendido, y muy bien, es ilusoria. A pesar de lo que digan muchas necrologías en estos días, nunca hizo un fetiche de los famosos “instrumentos originales”, entendiendo muy bien su utilidad y su papel, y a veces lo imprescindibles que son. Por supuesto no fue ni el primero ni el único en hacerlo. Pero, como buen aristócrata legítimo que era, evitó lo que muchos, ingenuamente, piensan todavía – los que creen que usar instrumentos originales alcanza para ser “auténtico” y por ende ser automáticamente mejor como intérprete que alguien que usa instrumentos modernos. Sabía que la cuestión es mucho más complicada, y no se quedó en la superficie: fue a la esencia. Sabía que podemos reproducir los instrumentos, las técnicas, una buena parte de las prácticas interpretativas, tocar en iglesias de la época, hasta renunciar a la electricidad y usar velas, y disfrazarnos con ropa del siglo XVIII – pero el componente más importante, los oídos y la memoria auditiva del pasado, nos está vedado.
Sus observaciones sobre la retórica musical en Bach son oro puro (a mí me inspiraron un libro), y sus comentarios sobre Monteverdi y Mozart también. Hay que separar aquí el investigador del intérprete. No es necesario estar de acuerdo con todas sus opciones interpretativas; basta constatar que nunca hizo algo meramente para figurar como “auténtico” sino siempre movido por una profunda necesidad musical.
En este sentido, quiero señalar que Harnoncourt no fue de ninguna manera un mero especialista en música antigua (y todos los especialistas son “meros”). Quizás lo más impresionante que le conozco como intérprete es su versión de la “Sinfonía Inconclusa” de Schubert. Su exhaustivo estudio de las fuentes y su obsesión por colocar la música en su contexto le llevaban a tomar opciones desacostumbradas, originales – no por mera excentricidad sino porque cada vez que interpretaba una obra, nos quería contar una verdad que había descubierto, y compartirla. Se podía estar de acuerdo o no, pero siempre era una revelación, o al menos, una puerta inesperada que se abría y que siempre daba a una infinidad insospechada de posibilidades, a una reevaluación, a un redescubrimiento y reenamoramiento.
Lo vamos a extrañar, al que dijo algo así como (cito de memoria) “hoy gastamos millones en cohetes intercontinentales, en otras épocas se gastaban miles para tener instrumentos maravillosos. ¿Hemos progresado?”