No quisiera que este blog se transformase en una página necrológica, pero la Parca no afloja. En el caso de Alirio Díaz, sin embargo, lo apropiado no es el llanto sino el aplauso. Tuve el inmenso placer de conocerlo personalmente, así que intentaré compartir mis impresiones. Es el mejor homenaje que le puedo hacer.
La primera vez que lo vi fue en concierto, en el Teatro Solís, Montevideo; debo haber tenido 12 años o por ahí. Hacía un frío espantoso y le habían puesto una estufa en el escenario, y recuerdo que tocó de bis (maravillosamente, por cierto, con una hondura incomparable) la “Norteña” de Jorge Gómez Crespo. Lo vi también en 1975, tocando las piezas finalistas del concurso de composición de Radio-France y la Chacona de Bach. Pero no es mi intención hablar del guitarrista, de quien seguramente muchos hablarán estos días, los siguientes y las décadas que vendrán, sino de contarles algunos aspectos de la persona, que era todavía más extraordinaria que el guitarrista.
Lo pude conocer personalmente durante el festival que el incansable Rafael Suárez organiza en (la República de) Santa Ana, en Venezuela, y me llevé la sorpresa que muchos otros se habrán llevado antes y después de mí. Después de cinco minutos de hablar con él, uno tenía que resistirse a la tentación de tutearlo.. Jamás he conocido a nadie tan sencillo y tan cálido, tan auténtico, sin el más mínimo asomo de empaque o de pose. Entendí instantáneamente su manera de tocar con la misma naturalidad con que respiraba. El muchachito que salió de su pueblo hacia la ciudad, a los dieciséis años, con la única compañía de su guitarra como equipaje (como me contó en esos primeros cinco minutos), a quien Segovia descubrió tocando música popular y se lo llevó a España, el Alirio que se convirtió en una leyenda viviente y en el Maestro Alirio Díaz muy pronto, el que deslumbró dondequiera que tocó, el único guitarrista que tocó acompañado por Sergiu Celibidache, seguía siendo el mismo que debe haber sido a sus dieciséis años, con una simpatía irresistible, una enorme curiosidad intelectual y una inextinguible sed de belleza. Hablar de humildad en su caso me parece inadecuado, porque la humildad supone una especie de negación, y nadie era más positivo que él: era simplemente naturalidad, autenticidad, vitalidad.
Tuve la fortuna de encontrarlo de nuevo en Italia, en un festival en Palermo. Por supuesto, en Italia, donde vivió muchos años y enseñó a toda una generación de guitarristas italianos en los cursos de la Accademia Chigiana en Siena (era asistente de Segovia), Alirio era un semidiós. Pero eso no le impedía, por ejemplo, convocar a varios de nosotros (o simplemente llamarnos si nos veía pasar) a su cuarto del hotel para charlar y guitarrear (prácticamente me obligó a tocar el Seis por Derecho, o más bien una aproximación, mientras él se sacaba las ganas de improvisarle encima, hay testigos). Sospecho que como no necesitaba estudiar, se aburría si no tenía interlocutores. Y nunca faltaba el capuccino d'orzo, que adoraba.
Quizás mucha gente ignora que Alirio, que era la antítesis total del academicismo y de todo lo culterano, porque se tomaba la cultura en serio, tenía un refinadísimo gusto literario y un profundo conocimiento y gran admiración por la cultura italiana. Me acuerdo que mencionó que andaba buscando “De Vulgare Eloquentia” y no la había podido encontrar: me di el gusto de buscarla yo en una librería en Palermo, encontrarla con la complicidad del librero, y llevársela después de su concierto como regalo sorpresa. En algún lado alguien debe tener la foto. Alirio inspiraba esas cosas.
La última vez que lo vi fue en España, en otro festival. Su memoria le estaba comenzando a fallar, no en la música por cierto (el concierto fue impecable) sino en situaciones de tipo más cotidiano. Cuando llegó el momento de los bises, aparentemente se olvidó que ya había dado el concierto y si no aparecía Senio para salvar la situación tocando un último bis en dúo y llevándoselo, todavía estábamos ahí encantados y aplaudiéndolo. Daban, como siempre, ganas de darle un abrazo. Pero en la cena, después del concierto, nos recitó dos sonetos de Góngora con puntuación, pelos y señales – y no fue una performance de un actor, sino el sencillísimo compartir algo bello con amigos. Le brillaban los ojos. Tengo la impresión de que para él, el gran arte, como diría Cortázar, no se escribía con la H de las “grandes” palabras, sino que era su alimento natural.
Realmente sólo le faltaban las alas para ser un ángel, y ahora seguro que las tiene. Aplaudimos de pie, Alirio. Un abrazo desde este lado del mostrador, y seguro que San Pedro ya estará aprendiendo el Seis por Derecho o algún vals de Lauro.