En “Le Chant du Rossignol” de Stravinsky, si recuerdo bien, hay alguien que construye un ruiseñor mecánico, y el Emperador de China lo oye y queda fascinado. Después, el Emperador cae gravemente enfermo, y cuando oye al verdadero ruiseñor de carne y hueso, nada menos que le salva la vida.
Estuve oyendo estos días el último concierto de Boulez con la Filarmónica de Berlín, donde hizo justamente “Le Chant du Rossignol”, la obra que (oída por radio) lo decidió a dedicarse a la música. Así que no es trivial la cosa.
Uno no puede menos de preguntarse si Stravinsky (o Andersen) no estaba siendo profético. El ruiseñor mecánico, fascinante como es, tiene algo de repelente de tan perfecto que es. ¿No es posible entender el serialismo integral, la gran moda de post-guerra darmstadtiana, como un análogo de ese ruiseñor mecánico? ¿Y no es posible entender todo lo que vino después como una búsqueda desesperada del ruiseñor de verdad? Porque los mecanismos, a la larga, cansan. Y todos somos el Emperador de China. Sin por eso querer borrar la historia y volver a 1912, cosa que tantos han hecho con mejor o peor éxito. Los mecanismos o algoritmos, cantos de sirenas, nos ayudan a navegar por mares que no figuran en los mapas, lo que es una buena definición de la creatividad, y ojalá sigamos haciéndolo, pero también digo que es necesario de vez en cuando relajarse y tomar el sol, y escuchar qué nos dice.
En el arte, por más que hablemos de imitarla, siempre estamos buscando cómo superar a la Naturaleza, y generalmente es por medio de algoritmos o mecanismos. No digo que estén mal, yo soy un gran creyente en la racionalidad, pero también hay que escuchar a los ruiseñores, o, en mi caso y mucho más modestamente, a los chingolos del fondo de mi casa, que me dicen invariablemente “bicho feo”. Ellos sabrán por qué, aunque sospecho que hay un problema de traducción.
Sigo esperando. Hay cantos esperanzadores.